domingo, 20 de abril de 2008

Joel James: carta de Josè Millet

Carta a Joel James, donde quiera que se encuentre.
Por José Millet

La amistad es mi pasión.
Simón Bolívar
Querido Joel:

Así como te dejé en nuestro Santiago de Cuba, poco antes de partir a Venezuela donde me encuentro, así te pinto: en tu abrigadero hogareño habitual, con la melena de león desgreñado y la barba del guerrillero imperturbable; el ojo, sereno y azul, del tirador acertado que no pierde pisada al enemigo externo y, especialmente, al más peligroso: al de adentro… que suele ser el más astuto e impredecible por sus garras ocultas al aire que clava traicioneramente. Con tus botas infinitas de la Sierra y el vestuario acostumbrado en que te enredabas para yacer sentado, en la silla del ciudadano común, desde la que te encorvabas a la mesita de madera dura, con la mano paciente y segura, a hacer tus notas con que engrosabas, lenta pero acertadamente, tus ensayos encabritados que resultaban los mejores disparos del caballo bermejo de cascos centellantes para entrar de frente al cuadro oponente. Lo que se hizo ritual: leer en equipo las cuartillas que resultaban destellos del pan recién salido del horno de tu cerebro excepcional, que aceptaba a regañadientes la crítica, pero que se encaminaba sin dilación a su destino inmediato: su publicación.

Un choque resplandeciente de ideas: así fue “la cosa” desde la primera vez en que te conocí durante los tormentosos años finales de los sesenta, en el recinto de la Universidad de Oriente donde estudiábamos. Los encuentros en las aulas de la Facultad de Humanidades siempre resultaron contigo una lección de historia patria y un intercambio de conceptos siempre polémicos. Habiendo yo pasado de examinador “literato” a novel Profesor universitario de Filosofía Marxista-Leninista, las ideas se me antojaban esquema del que había que huir por el dogma sovietizante en que reiteradamente estaban encapsuladas. De ahí que las difíciles controversias del Año de los Diez Millones acaecidas entre nuestros estudiantes y profesores, resultaron la mejor manera de conocernos ambos con la profundidad requerida por los revolucionarios que luchan y se comprometen desde cualquier trinchera. Al comentarte en tu casa de Bayamo 70 en qué había terminado nuestra militancia en el seno de la UJC y la propuesta de que aprobáramos tu expulsión de la Universidad a cambio de la restitución del carné partidario, supe que había asistido a un abrazo que no se cerraría nunca: el del compañero de luchas, honesto y valiente, que no claudicaría jamás ante nada ni ante nadie. Así me lo han hecho recordar los semblantes de entonces de dos de mis colegas del Departamento de Filosofía: el del holguinero doctor Ibrahim Hidalgo Paz y el de El Cojo Orlando Silva Márquez, sometidos también a aquella confrontación acerca de la cual habrá que volver en algún momento y de la cual nunca he hecho mención, salvo la que aparece en boca de uno de los personajes de la novela El vuelo del albatros de El Flaco Carralero

De ahí que en aquel tiempo dibujara tu figura como la del “General de campo” con que bautizara un filósofo beisbolero, nuestro otro fraterno Omar Blandino, a quienes salíamos a combatir en la calle y siempre desafiábamos el peligro de frente, en contraste con aquellos otros que acostumbran a librar sus batallas desde el escritorio y adquirir sus estrellas desde la oficina o con el sacrificio o el mérito ajenos. Ratifico aquí lo que dije desde entonces en innumerables ocasiones y escenarios públicos y privados en que se me permitió manifestarme: que te ganaste el lugar de ser, por tus méritos y consecuencia, el jefe al que seguí fielmente a cualquier tipo de combate, junto con el Comandante en Jefe Fidel Castro a la cabeza. Así lo asumí respecto al último encargo que me diste aquí que, en el lenguaje incógnito que sólo desciframos los iniciados, diste el nombre de “María Lionza”. Para los pendejos, oportunistas o sietemesinos que aparecen en el camino y nunca reparan en nada que no sea lo que les conviene o exalta, aquí va mi flecha, taína y puntiaguda, que no se dejará curvar por más que ellos, o el enemigo, lo intenten o ambicionen: hasta mi último aliento seguiré siendo el soldado de fila que dirigiste en la Tierra y a quien continuarás mandando donde quiera que te encuentres.

Desde entonces, a esa casa de Bayamo 70 yo habría de ir una y mil veces. Allí nos atendía tu esposa Pilar Pérez con esa bondad y hospitalidad que, a mí como holguinero, me resultaba algo impactante. En ella se tejería la tela de araña cariñosa que fue tu vida: hogar donde abrevar, si se tenía sed, o de apacentar, cuando se necesitaba; pero ante todo tu casa fue lo que tú mismo fuiste: resguardo seguro para el compañero cercado por la incomprensión y, en no pocas ocasiones-- como fue mi caso-- por la persecución de los funcionarios y burócratas con poder contra quienes libraste una batalla de la que habrá que escribir y hablar sin tapujos. En ese hogar se forjaron tus hijas Pilar y Vicky, a quienes asumí y asumiré como tú me asumiste: como vástagos del tronco de ese árbol cuyas raíces se hunden en lo más entrañable de la tierra que ahora tiene el privilegio de abrigarte. Si me animara la vanidad o el huero interés por arrimarme a la sombra vivificante de un jiquí, recordaría que mi hijo, a quien ustedes apodaron “Joelito”, lleva como nombre tu apellido. Modo de honrarte en la condición del hermano entrañable que anhelamos tener en la vida y de honrar asimismo a tu hermano Ariel, el del dragón inclaudicable. Estrictamente este último aserto debe entenderse como un recurso por intentar sacarme el dolor que llevo clavado en el pecho desde que nos sorprendiste con tu inesperado cambio de paisaje: de éste que concebías en su inmediatez material a ese otro definido por Hegel como el “reino del espíritu” que te esforzaste por escudriñar con esfuerzo ejemplar y desvelo digno del más noble empeño de pensador radical.

Precisamente con Pilar caminamos en La Habana hasta los talleres de impresión donde estaba tu libro de cuentos Los testigos con el que habías ganado un premio. Entré, lo saqué y fuiste el primero en leerlo. Por aquellos años habíamos instaurado los dos Encuentros de Escritores Orientales que fueron fuente de intercambio fructífero y de reflexión acerca de nuestra cultura nacional, además de haber servido para medir nuestras fuerzas o capacidad de organización de eventos de alcance nacional. Para entonces el Taller Cultural fue el refugio indispensable para movernos a lo largo y ancho de la provincia de Oriente y acunar proyectos como el de la constitución de un grupo de investigación y sociedad de conferencias que contó con la presencia de destacados intelectuales cubanos, entre los que recuerdo a Entralgo. Justamente allí se gestaría la matriz de la necesidad de estudiar la herencia africana, de indagar en la conformación de nuestra identidad y, por ese camino, llegamos a discutir la pertinencia de nuestra pertenencia al Caribe, de lo cual dan fe las publicaciones que hicimos al calor de estas motivaciones y análisis.

En 1976, llegaste con Pilar a mi casa de la calle Libertad 153 para recoger a las dos niñas, aplicadas en Holuín a las labores productivas voluntarias en la agricultura. Callada y justa despedida Hacia la Tierra del fin del mundo en que, esquivando las balas sin dejar de arrostrar el peligro, ahondarías en el sentido de la muerte y en el modo peculiar de la naturaleza humana de enfrentar las situaciones extremas. Era el año de tu partida secreta para la guerra de Angola, en la que participaron El Negro Blandino, Ariel James, Rafael Carralero, Waldo Leyva y el (entonces) Flaco Carralero. A esa misma casa llegarías en 1981para involucrarme en los preparativos del primer Festival de las Artes Escénicas de Origen Caribeño, que daría nacimiento más tarde al Festival del Caribe y, luego, en compañía de Freddy Mateo y Pequeño, para pedirme el artículo “Cuatro Novelas Haitianas” que no aparecería en el primer número de nuestra revista Del Caribe, sino en el segundo. Para entonces ya me habías dado una prueba irrebatible de tu militante solidaridad cuando, a raíz de los sucesos del Puerto del Mariel, me dejaron sin empleo en la Universidad con una mujer que no trabajaba y cuatro niños de entre 3 a 10 años de edad: fuiste personalmente a discutir con las autoridades políticas de Holguín el absurdo de las acusaciones que me hicieran como un recurso de retaliación o de expediente político por los sucesos del Año 1970 ocurridos en la Universidad de Oriente. En medio de aquella azarosa situación, los días más amargos y oscuros de mi vida se estremecerían por una llamada telefónica tuya: ven a Santiago de Cuba adonde vas a formar parte del equipo que fundará la Casa del Caribe. Durante los meses previos a su inauguración, dormí en un catre y viví en lo que había sido el cuarto de criados del local que, desde junio 23 hasta el presente, ha servido de local sede principal de esa institución de ciencia que dirigiste hasta tu reciente desaparición.

Meses después, en la madrugada, desafiando el calor y los mosquitos, Vicky nos recibió en la oscuridad del apartamento del Reparto Pastorita Núñez, propiedad de la madre de “Ramirito” Remón, para entonces su novio y actual padre de sus dos hijos. Desembarcamos de una rastra que nos había traído de mudada desde Holguín, y, en la noche de aquel 28 de septiembre de 1982, compartíamos contigo allí la “Fiesta de los CDR” junto con mi esposa Ivonne Menéndez (quien fue luego tu secretaria durante tantos años), los cuatro niños y los vecinos de ese Reparto Pastorita, donde he vivido en otro apartamento “propio” hasta el momento en que escribo estos recuerdos. Desde entonces, mi casa se convirtió en la vivienda donde alojábamos a todo tipo de invitados de la Casa , como al famoso Samuel Feijóo en ocasión de su onomástico y, en particular de los compañeros de trabajo, en especial de Bernardo García, que vivía a varios quilómetros de Santiago de Cuba. Allí lloramos juntos por la muerte de tu padre; y celebramos también ¡cuántos eventos familiares con el máximo de felicidad inimaginable!
La amistad es más fuerte que la fortuna.
Simón Bolívar
Cuando sobrevino el desastre del divorcio con quien había sido mi compañera de vida y de trabajo, conocí nuevamente la solidaridad que define al santiaguero: volví a dormir en el piso de la Casa del Caribe, justamente al pie de los altares del Museo de las Religiones Populares que fundamos y, cada noche, en ese recinto compartía de manos del para entonces sereno Marquito Fuentes la comida enviada por nuestra entrañable Isabelita Matos. Luego se me unió Raulito Reglado, padre de tus dos otros nietos… Hasta que, finalmente, salí de allí a compartir en su hogar por largo tiempo el calor de Vicky y de tus nietos Ramirito y Camilita, como lo hice también en el del Gordo Vila y de Chavela y, finalmente, en el del filósofo Julián y La Fela , incluyendo la prole de cada uno de ellos.
Aquéllos, fueron años de agonía inenarrable para mí: no todas las puertas de amigos o colegas se abrieron para recibir al trashumante escritor en desgracia, ni tampoco muchas mesas invitaron a compartir el alimento garantizado a todos en nuestra patria. Todo esto, que era comprensible dadas nuestras limitaciones materiales, contribuía a ahondar la herida en lo profundo del pecho al ver despedazada lo que Martí llamó el ancla fiel del hogar. Pude entonces saber a conciencia quién era quien: porque precisamente la solidaridad define la condición del que es verdaderamente ser humano y, más aun, determina quién es revolucionario. Tuve el único golpe de suerte que he tenido en mi existencia: el haber sabido armar, en condición de curador y comisario junto con el Tata Abelardo Larduet Luaces, la Exposición de Arte Ritual Afrocubano “Tiembla Tierra” que presentaste en 1998 en la sede de la Fundación Eugenio Granell en Santiago de Compostela. El dinero que nos pagaron por las dos ocasiones en que se exhibió la muestra y la comisión que nos dio el pintor Berto Luis Ruano por la venta en Galicia de sus obras me sirvió para “comprar” ese apartamento que califiqué más arriba de “propio”, además de todos los enseres domésticos que me permitieron sobrevivir durante algunos años.

Tomando en cuenta esa relación familiar que he intentado dibujar, resultaban lógicas tus visitas y tus llamadas a mi apartamento de Pastorita hechas a cualquier hora del día o de la noche para dar las instrucciones acerca de algún asunto urgente del que participabas a tus hombres de confianza o para leerme algún mensaje que deseabas enviar por Internet perentoriamente. Conservo como una de las huellas más vívidamente grabadas en mi memoria tu llamado a tramitar la discusión de temas que resultaban para todo nosotros inquietantes por su gravedad y que nos consultaste como puntos que debían ser analizados “ya”, a raíz de lo cual me preguntaste: “¿es que acaso tienes miedo?”. Y, en efecto, es que cuando te dejé escribías “El Libro sobre el miedo” que no he conseguido saber si concluiste. Una vez me dijiste que te habías comido todo el miedo que te tocó en el reparto que se hizo en el mundo y yo, consecuente con esa manera tuya de encarar el riesgo, te respondí que no, que el que me tocaba a mí también me lo había consumido en Angola y en Haití.

Como lo hacías en mi casa, donde entrabas directo a la cocina para levantar la tapa de las cazuelas en busca de algo que te limitabas a picar, a tu humilde pieza de fuego íntimo llegábamos para intercambiar cotidianamente la agenda que se extendía, desde el recinto laboral de la Casa del Caribe, situada a pocas cuadras de nuestras casas de vivienda, a esa soledad del jefe que no se haya en reposo, ni siquiera creador, sin el contacto habitual y prolongado con sus camaradas. Allí compartíamos el ardor que va más allá de la disposición del colega o del amigo cercano, acompañados de cualquier guiso que apurabas se hiciese para cubrir las paredes del fatigado tracto digestivo que en innumerables ocasiones habíamos rociado al principio con el aguardiente “cañambril” fabricado en las despensas de Alexis Alarcón y, en años recientes, con el mejor ron santiaguero. Por recomendación del galeno Carlito López, punzábamos el hielo, preparábamos el limón cortado de la mata del huerto familiar y así era como luego fluía el diálogo que debía remontar la altura de tu pensamiento, coloreado en ocasiones por las discusiones con el filósofo Julián Mateo quien formaba parte de ese círculo íntimo que incluía al sociólogo Manuel Ruiz Vila, al inquieto Reynaldo López, a otros colegas de la Casa y, eventualmente, al actor Andrés Caldas.

Aguerrido Aníbal:
La amistad es preferible a la gloria.
Simón Bolívar
El objeto de esta misiva es participarte que en relación con nuestra existencia en común permanecen varios misterios sin descifrar. Como rechazabas el empleo del computador y de Internet, desde aquí no podía comunicarme contigo. Pero no por eso, sino por varios motivos más había rehusado escribirte alguna carta personal y, menos aun, había pasado por mi mente escribir nada acerca de ti. En los últimos tiempos, no han sido ni son ideas ni recuerdos gratos los que han pasado ante mí, sino ráfagas de desasosiego entre otras cosas porque, como hubiera querido, no estuve a tu lado en los momentos difíciles de tu última enfermedad, de la cual no supe absolutamente nada hasta escasas horas antes de tu partida de este plano terrenal. Su esposa Norma y demás familiares, son testigos de mis visitas nocturnas diarias al lecho de muerte de nuestro Vicentón, aquejado asimismo de parecida patología letal. Me dispuse a escribirte en estos precisos momentos sólo para responder a la petición hecha por tus familiares más entrañables, como son tus hijas y Pilar. Seguramente, encontraré allá quien censure los términos en que te estoy redactando de un tirón este texto, sobreponiéndome al abatimiento en que me he encontrado últimamente. Espero que con la presente no se repita la censura que tuvo lugar con mi trabajo acerca del descubrimiento que hicimos en conjunto de lo que denominaste la Regla Muertera o el Muerterismo, que no pudo ser publicado en la revista Del Caribe por opiniones de su editor, a quien le pareció haber sido escrita por un espiritista y no por un estudioso del tema que trataba en él; así, no me quedó entonces otra alternativa que publicarla de inmediato en Internet y, poco más tarde, en la Revista de Folklore, de Valladolid, donde escribía el libro El rostro de Santiago Apóstol en Cuba.

Creo que ahora tengo un poquito de mayor tranquilidad como para referirte algunas de las cosas que desearía me ayudases a descifrar e interpretar. Hace algunos años, estuve al lado de nuestro hermano el actor Andrés Caldas González apoyándolo mientras se producía el fallecimiento sucesivo, en poco tiempo, de varios de sus seres más queridos. No pude explicarme entonces el significado de la “racha” de tantos golpes juntos y seguidos ni mucho menos cómo era capaz de asimilarla un corazón preparado para el combate, pero no para las numerosas partidas sin aviso. Caldas se debatía en el dolor y la impotencia, sin recurrir a las fuerzas trascendentes, al parecer, que lo ayudarían a salir de tan fatal situación o a compensarlo. Naturalmente, él estuvo presente en cada uno de los actos mortuorios y tuvo la valentía de asimilarlos sin, que yo sepa, sufrir un cambio drástico en su vida. Para sorpresa y desconcierto míos, a pesar de creerme resguardado por los poderes con que me he relacionado desde mi temprana infancia, comprobaba con los últimos hechos no estar preparado para asumir lo sucedido en nuestro entorno más cercano, cuyo eje de contrapeso fundamental lo ocupabas tú y, a consecuencia de ello, he sufrido un cambio en mi naturaleza que necesito me ayudes a explicar o al menos a comprender: primero partió nuestro común Padrino “Vicentón”, con quien converso diariamente; luego Jorge Luis Hernández; más tarde Fernando, el joven vecino de la puerta de enfrente que se crió con mis hijos en Pastorita; Lázaro Cabezas… luego cayeron con idéntica enfermedad Julián Mateo, María Nelsa, Rogelio Meneses…y se ha producido una cadena de muertes a la que me sentí atado, arrastrado y a la que me he opuesto con toda la fuerza de lo irracional.

Envié hace unos meses un mensaje electrónico que para mí era como un SOS porque quería recibir ayuda en medio de mi abatimiento ante tanta desolación humana. Después de todo, agradecí que me enviasen al menos una respuesta generosa en la que califican mi actitud de síntoma de debilidad. Guardé silencio porque la cercanía cariñosa y el trato amable que son rasgos de mi personalidad ocultan la naturaleza esencialmente emocional e impresionable de mi carácter, que es por lo demás lo que realmente define a alguien. Como detrás de tu brusquedad y aparente autoritarismo escondías ese corazón generoso que sólo pocos supimos tempranamente apreciar. Ahora se han despejado de cierta forma las avenidas al aparecer en ellas algunas pistas que espero nos permitirán fortalecer el alma y forjar nuestro espíritu para encarar mejor tan trágicos eventos. En esto, como en tantas otras cosas, sin dudas podrás ayudarnos a entender desde el reino favorito en que te encuentres. Si era debilidad, ésta debiera ser entendida en esta ocasión en su sentido recto como equiparable al miedo: el que tuve el día en que, luego de que ayudase al escultor Alberto Lescay a hacerle la mascarilla póstuma a Vicentón, me sobrevino en casa al regreso de su entierro: sólo mi esposa Alina, su madre Magaly y los vecinos de enfrente pueden atestiguar lo que me sucedió cuando me dejaron en cama Raúl Niubó y su amiga italiana. Nunca estuve más cerca de la muerte que en ese instante…

Tú, con mejores condiciones físicas e intelectuales que yo, dedicaste tu vida a escrutar lo desconocido, a encarar los hechos y desentrañar de entre ellos los núcleos que nos proporcionaran las evidencias que nos permitieran enrutar el camino correcto para alcanzar la verdad. Esa fue la dote especial que te entregó Dios o la Naturaleza , de la que dejaste testimonio vibrante sin solicitar a cambio reconocimiento ni mucho menos nada material. Como no reconozco el valor del perdón ni mucho menos sería capaz de arrepentimiento, sólo está a mi alcance manifestarte mi incapacidad para haber sabido identificar e interpretar los signos del misterio que fuiste trazando para que siguiera tus pasos. Hasta ese punto no llegué no por miedo, sino no sé por qué; pero llegaré en cualquier momento, con toda seguridad. Me esforcé en todo momento de mi existencia por estar a la altura de tus sentimientos y por ser consecuente con la vocación de soldado de fila del pelotón del cual te elegimos como valiente capitán, por lo demás siempre seguro y firme. Hasta aquí te he seguido como el soldado que debía comportarse a la altura de su guía: y te prometo, más allá del inútil reconocimiento de alguna falta, el afanarme por ser capaz de asumir ese legado de grandeza, integridad, firmeza y vocación humanista que sembraste en el jardín fértil de la familia de amigos de la cual, gracias a ti, me enorgullezco de ser un humilde miembro.

José Millet

Coro, Estado Falcón, República Bolivariana de Venezuela, julio 27.2006.